Los editores de libros de texto llevan años actuando como un cártel para repartirse el mercado, limitar la competencia y comprar voluntades de profesores y directores de colegios mediante lo que en el sector se conocía como la guerra de las pizarras. Porque para conseguir clientes, muchos de ellos regalaban pizarras digitales, ordenadores, tablets... una práctica que el propio cártel consideró ruinosa, ya que ascendía a unos 80 millones de euros. Razón por la cual decidieron, con total impunidad, redactar algo así como un código ético para limitar los sobornos a un máximo de 50 euros por cada sobornado, es decir, la mafia se autorreguló para seguir operando, de manera rentable, en la ilegalidad.
Es posible que, además de la incompetencia y la falta de visión de Estado de los partidos políticos, las diferentes leyes educativas que se han sucedido en la democracia (¡hasta ocho!) se deban a la necesidad de seguir alimentando este cártel delictivo, con absoluta indiferencia hacia el gasto de las familias cada inicio de curso. Y por supuesto, de los contenidos, que han ido cambiando sin que aparentemente los fundamentos matemáticos, científicos, lingüísticos e históricos lo hayan hecho. Sorprende que con material tan sensible como los libros que sirven para educar a los estudiantes, el Estado haya sido tan indulgente o, digamos, incompetente. Ahora, hemos sabido todo esto gracias a un expediente sancionador de finales de mayo, mediante el cual la Comisión Nacional del Mercado de la Competencia ha multado a más de 30 editoriales y a la Asociación Nacional de Editores de Libros y Material de Enseñanza (Anele) con casi 34 millones de euros. Las más perjudicadas han sido Santillana, con 8,6 millones, y Anaya, con 6,8.
Como en todos los sectores que generan dinero y poder, el mundo editorial, vinculado en más de una ocasión al mediático, como en este caso, ha sido hábitat de estafadores y manipuladores. Los que lo han vivido intensamente, como Rafael Borràs, el más intelectual forjador de bibliotecas que haya tenido este país, han contado algunos de esos insondables secretos para ilustrar a "los que todavía creen que los niños vienen de París". Borràs acaba de publicar La subasta (Berenice), la segunda de una serie de (casi) novelas que sirven de complemento a su memorias, en la que cuenta cómo se forjaron algunos de los premios Planeta y cómo funcionaba esa diabólica espiral que enriquecía a los agentes literarios (a una en especial) subastando textos de los que nadie sabía nada. Pero por los que había que pujar necesariamente. Ayer como hoy.