El disparate nacional tiene en los libros de texto el último ejemplo. Pero el problema de fondo es un sistema autonómico casi federal carente de instituciones que le den coherencia
Recordaba hace algún tiempo el abogado Ruiz Soroa en 'Revista de Libros' que John Elliott, el hispanista británico, mostró en cierta ocasión su sorpresa porque para un historiador de la España de los siglos XVI y XVII la característica más sorprendente de la España heredera de la Constitución de 1978 era, paradójicamente, la vuelta a un sistema político parecido, en rasgos generales, al de la monarquía hispánica bajo la dinastía de los Austrias.
Se refería, obviamente, al grado de descentralización alcanzado en la España actual, que constituye, de alguna manera, un regreso a aquella España con territorios dotados de sus propias leyes, fueros y privilegios, y que distaba mucho de ser una unión política, como bien sabía el conde-duque de Olivares.
Más allá de la exageración de Elliott, parece evidente que eso que hoy se ha llamado Estado autonómico ha suscitado una especie de cosmogonía patria en busca de un pasado común, pura endogamia ideológica, con el que se pretende, en palabras del historiador Hobsbawm, la invención de la tradición en aras de dar coherencia política a un determinado territorio, y que, en el caso español, se basa en la idea de crear pretendidas comunidades étnicas descendientes en la mayoría de los casos de diferentes tribus prerromanas que pululaban por la península ibérica.
Como han escrito algunos historiadores, los celtas fueron rescatados del pasado como ascendientes de los gallegos en 1838 por el historiador liberal Verea y Aguiar, mientras que se pretende que cántabros, astures, vascones, berones, lusitanos o tartesos conecten hoy directamente, casi sin solución de continuidad, con las actuales comunidades autónomas de Cantabria, Asturias, País Vasco y Navarra, La Rioja, Extremadura o Andalucía. Sin mencionar a esa idealización romántica de la antigua Cataluña como un territorio primigenio de la democracia y de la libertad individual.
Prosaico y vulgar
En definitiva, la etnia como cemento armado que une a modo de coraza a los territorios, y que tiene muy poco que ver con el origen reciente de las comunidades autónomas, que es mucho más prosaico y vulgar, y que está basado en criterios puramente administrativos, de correlación de fuerzas entre los partidos políticos de la época o, simplemente, de oportunidad electoral.
El uso y hasta el abuso de la cartografía histórica para definir los territorios es lo que explica, precisamente, el disparate que esta misma semana han denunciado los editores de libros de texto y material escolar, que han puesto el grito en el cielo por obligarles a hacer una historiografía oficial a la carta. Es decir, el pasado a la medida de cada Gobierno autonómico, lo cual, obviamente, es un insulto a la inteligencia.
Como han dicho los editores en su informe, los gobiernos autonómicos incumplen sistemáticamente la deficiente normativa estatal y no pasa nada, lo que provoca una "dispersión del sistema educativo". Una manera amable de referirse a la existencia de los célebres reinos de taifas que acabaron por liquidar el califato de Córdoba. Algo que es todavía más sangrante cuando el Gobierno central es responsable del diseño global de los planes de estudio, mantiene competencias regulatorias muy relevantes y financia buena parte de los programas de becas y ayudas al estudio. Es decir, pura dejación de funciones.
¿El resultado? España está muy cerca de contar con diecisiete sistemas educativos cada vez más descoordinados entre sí, cuando la búsqueda de la calidad educativa implica necesariamente prestar una atención especial a la dimensión de la equidad; tanto a la horizontal (todos los individuos son iguales) como vertical (tratamiento desigual a ciudadanos con diferentes puntos de partida). Obviamente, porque el acceso a la cultura, a lo que antes se llamaba instrucción pública, es la base de la igualdad de oportunidades.
Cohesión social
Si el punto de partida es desigual por razones socioeconómicas o culturales, parece evidente que el de llegada será distinto, y eso va contra la cohesión social, que es una de las señas de identidad de las sociedades desarrolladas. No solo por razones éticas o morales, sino también de eficiencia económica.
Para hacerse una idea de cómo están las cosas, solo hay que echar un vistazo a un trabajo realizado en su día por el economista Ángel de la Fuente para BBVA Research, en el que se acredita (con base 100) que mientras en el País Vasco el gasto medio por estudiante se situaba en 144,8 puntos en 2015, en Andalucía apenas se alcanzaban los 86,9 puntos.
Pero es que, incluso, si se analiza el gasto entre sistemas públicos y privados la dispersión es enorme. Madrid es la comunidad (86 puntos sobre 100) que menos gasta en educación pública (la que más en la privada), mientras que el País Vasco (180) vuelve a ser el campeón. Es decir, la educación al servicio de la ideología. La conclusión de De la Fuente, uno de los mayores expertos en financiación autonómica, no deja lugar a dudas: "Existen enormes disparidades", sostiene, en términos de gasto. La diferencia entre los dos extremos está en torno a los 50 puntos porcentuales en educación primaria e infantil, 70 en la secundaria, casi 90 en la universidad y casi 60 para el gasto combinado.
El resultado de tanta disparidad es demoledor. Como sostienen los editores, solo en los últimos tres años se han publicado un total de 450 textos normativos en las 17 comunidades autónomas que tienen incidencia directa o indirecta en la actividad editorial. Pero si se hace un análisis de los últimos diez años, suma un total de 1.820 textos normativos. La conclusión vuelve a ser terrorífica: la tasa de obsolescencia de los libros y del resto de los recursos didácticos se está acentuando. Es decir, cada vez hay que cambiar más los contenidos por las ocurrencias del consejero/a de educación de turno.
Mecanismos de coordinación
El problema de fondo, más allá de la casuística específica del mundo de la educación, es que cada vez más españoles cuestionan el sistema autonómico, que, de ninguna manera, es la causa del desaguisado. Por el contrario, es la consecuencia de un modelo institucionalmente mal armado y que a los partidos les trae al pairo por su incapacidad para dar coherencia al modelo territorial.
Hay muchos países federales y cuasi federales en el mundo —muchos de ellos entre los más desarrollados— en los que la enseñanza está descentralizada entre diferentes niveles de gobierno y no pasa nada. Al contrario, ese diseño constitucional recoge la diversidad de los territorios que, en el caso español, es significativamente importante por razones históricas. Y si hay parlamentos regionales, parece evidente que cada uno es libre de elegir su política de prioridades, aunque con límites perfectamente reconocibles.
Lo que falla, por lo tanto, es la ausencia de mecanismos efectivos de coordinación basados en la lealtad institucional. Probablemente, porque se ha diseñado un sistema autonómico carente de instituciones que den coherencia al conjunto del modelo. Tanto el Senado (por su deficiente configuración constitucional) como las conferencias sectoriales no son capaces de remar en la misma dirección y forman a menudo parte del guirigay político.
De hecho, el partido que está en la oposición suele utilizar los gobiernos autonómicos que controla como arietes para derribar al Gobierno central de turno, lo cual genera una cultura de los agravios comparativos que es la que se han enquistado en el sistema político.
Este mal funcionamiento de la arquitectura institucional del Estado autonómico es lo que explica el creciente malestar sobre el funcionamiento del modelo territorial, lo cual está detrás de la absurda idea de tirar el agua sucia del barreño con el niño dentro. Es decir, la ocurrencia de volver a un sistema centralizado en materias como la educación o la sanidad, cuando una de las razones del éxito de España como nación en los últimos 40 años ha sido, precisamente, recoger constitucionalmente la diversidad territorial del país.
Pero el Estado autonómico no es sinónimo de dejación de poderes, que es lo que han hecho de forma sistemática los gobiernos centrales en aras de lograr mayorías parlamentarias, y no solo con los nacionalismos.
Ni ha funcionado la alta inspección del Estado ni los partidos políticos han sido capaces de poner al día el Título VIII de la Constitución, lo que ha generado una enorme conflictividad legal que al final se ha resuelto de la manera más bizarra: cada uno hace de su capa un sayo en la creencia de cualquier consejero autonómico tiene poderes omnímodos. Incluso, para cambiar el pasado y reescribir la historia.