De los números de nacimientos que publica periódicamente el INE cabe decir algo parecido al certero augurio del empresario Juan Roig al concluir 2011 (“lo mejor de 2011 es que será mejor que 2012”, por el empeoramiento de la crisis económica): lo mejor que tienen es que la siguiente entrega de datos será aún peor. Este continuo empeoramiento se debe a que cada año hay menos mujeres -y hombres- en España con edad para tener niños, como consecuencia del desplome de los nacimientos que se produjo a partir de 1977, y a que la tasa de fecundidad, muy por debajo de la necesaria para que haya relevo generacional desde hace un tercio de siglo, no da señales de repuntar.
Los primeros datos oficiales / sistemáticos de nacimientos que recoge nuestra estadística oficial son de la última década del reinado de Isabel II. Entre 1858 y 1862 nacieron de media al año casi 580.000 niños, en una España con unos 15,7 millones de habitantes. En contraste, en 2017, con prácticamente el triple de población, en España nacieron poco más de 390.000 niños. Y sin contar la población inmigrante, nacieron menos de 300.000 niños de madres españolas de origen, de una población de 40,5 millones de residentes en España nacidos aquí. En 2018, por los datos preliminares conocidos, los nacimientos totales en España estarían en torno a 370.000, y los bebés de madres nacidas en España serán entre 270.000 y 280.000.
Volviendo al pasado, según el llamado Censo de Floridablanca (1785-1787), la población española a la sazón era de poco más de 10 millones de habitantes. Y como en aquellos tiempos se estima que había unos 40 nacimientos por 1.000 habitantes, habría unos 400.000 y pico mil nacimientos anuales. ¡Más bebés que ahora finales del siglo XVIII, con menos de la cuarta parte de población! Y comparando los nacimientos de hijos de españolas entonces y ahora, la desproporción es aún mayor, hasta el punto de que, muy posiblemente, no nacían aquí tan pocos hijos de mujeres españolas desde el siglo XVII, en tiempos de los Austrias, con una población de España inferior a ocho millones de almas. En contraste, en 1976, en una España con 36 millones de habitantes y con muy pocos extranjeros residentes, nacieron aquí unos 677.000 niños. ¡Un 75% – 80% más que ahora en total, y más del doble en el caso de los hijos de españolas!
Es cierto que la mortalidad infantil y juvenil en tiempos de Isabel II y anteriores era tan elevada que más de la mitad de los niños morían antes de alcanzar la edad adulta, y que ahora muy pocas personas fallecen por debajo de los 30 años (menos del 1%). Por tanto, en nuestro tiempo hace falta tener menos de la mitad de niños que antes para que, como padres, acabemos teniendo los mismos hijos adultos, y como sociedad, obtengamos a término, de esos niños, el mismo valor demográfico. El problema es que nos hemos comido todo ese margen que nos da la espectacular caída de la mortalidad y juvenil, y mucho más. Tenemos tan pocos niños que cada generación en España -cada 30 años, o poco más, en la actualidad, por la tardía edad a la que tenemos los niños- es un 35% a 40% menos numerosa que la anterior. Y hay regiones, como mi Asturias natal, en las que la reducción del número de jóvenes es superior al 50% por generación. Eso, de no corregirse, nos aboca a una sociedad decrépita y menguante, lo que tendría hondas consecuencias en los planos económico (empobrecimiento material), afectivo-familiar (con una creciente soledad por falta de parientes próximos), político (democracia dominada por los jubilados) y geopolítico (con España y Europa perdiendo peso internacional de manera constante, por su decreciente peso demográfico en el mundo). Además, correríamos un riesgo creciente de que, de viejos, se nos aplique algún tipo de “eutanasia” no deseada, por lo costoso de mantener a un gran población anciana por una masa menguante de personas en edad de trabajar. Y, de no variar a mejor la tasa de fecundidad, el resultado final sería la desaparición del pueblo español.
Ese declive demográfico y sus efectos negativos se pueden paliar en parte con inmigración extranjera. Pero la experiencia internacional y nacional, y cualquier análisis sosegado y objetivo del asunto, indican con claridad que la inmigración solo puede ser, en el mejor de los casos, una parte de la solución de los males demográficos que origina la insuficiente fecundidad autóctona.
Por eso, mientras no repunte de manera sustancial la tasa de natalidad (el número medio de hijos por mujer), no cabe otro augurio en estas materias que el de Juan Roig, a su vezen la línea del archiconocido verso de Jorge Manrique de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Hasta ahora, a los españoles en general, y a nuestras élites políticas, intelectuales, económicas y mediáticas en particular, les ha importado bastante poco que los fundamentos demográficos de España se deteriorasen de manera continua, por ser tan bajo el número medio de hijos por mujer. Para muestra de esta indiferencia, dos botones, uno de arriba y otro de abajo de la sociedad española. ¿Recuerda el lector algún discurso de Nochebuena del actual rey, o del anterior, donde se mencionase, al repasar los males de la patria, que tenemos una alarmante insuficiencia de natalidad? (tampoco en los discursos de investidura de los presidentes del gobiernode todos los colores políticos, o del debate del Estado de la nación, que yo recuerde, como no sea en alguno de los últimos dos o tres años, y solo de pasada). Y yendo al pueblo llano, nunca en las encuestas del CIS ha mencionado un número mínimamente relevante de encuestados la falta de nacimientos como uno de los principales problemas de España. Nunca.
O tomamos conciencia plena, los de a pie y los de caballo, de que no hay nada que haga más insostenible a la larga a nuestra sociedad que la baja natalidad, porque, de persistir, nos abocaría a desaparecer, pasando antes por una continua y progresiva decadencia, o el futuro de nuestra querida España -y Europa- tiene muy mala pinta. ¿Quosquetandem? ¿Hasta cuándo seguiremos sin reaccionar?