La revolución digital exige reformas que potencien los beneficios del cambio sin polarizar
Desde hace unos años, numerosas voces han venido advirtiendo de la necesidad de nuevas reformas para asentar la base de la expansión. El principal argumento, basado en sólidas e incuestionables experiencias históricas, es que sin reformas no es posible aumentar la productividad, ni reducir los déficits económicos y sociales de manera sostenida. Sin embargo, conviene tener en cuenta las transformaciones tecnológicas en marcha para conseguir mayor coherencia en la agenda reformista y mejorar su impacto.
Las prioridades no pueden ser las mismas que en el siglo pasado, marcado por la mundialización de la economía, un proceso de integración económica internacional que se intensificó tras la caída del muro de Berlín. Un contexto propicio a reformas para potenciar la inversión en bienes de equipo, en sectores donde residía la ventaja comparativa de cada país, flexibilizando los mercados de bienes, servicios y trabajo, elevando el nivel educativo y compensando a las víctimas de la mundialización —colectivos vulnerables y poco cualificados—.
Con la revolución digital y de la inteligencia artificial, el contexto varía radicalmente, exigiendo nuevos objetivos para las reformas. Ahora, el valor reside en las transacciones virtuales y el capital reputacional. Las más beneficiadas son las grandes empresas de servicios tecnológicos, que concentran un gran poder de mercado derivado de sus activos intangibles, lo que se refleja en cuantiosos beneficios próximos a una situación de monopolio. El buen funcionamiento de la economía exige, más que flexibilidad, protección de las condiciones de competencia, permitiendo la emergencia de competidores y facilitando la difusión del avance tecnológico. El crecimiento exponencial de las transacciones digitales también erosiona la base fiscal de los Estados, algo preocupante para la Hacienda española, atenazada por la deuda.
Asimismo, estamos asistiendo a una “atomización” del trabajo, que difiere de los procesos de ajuste entre sectores característico de la época de esplendor de la mundialización (pérdidas de empleo en industrias en declive y ganancias en sectores con ventaja comparativa en cada economía). Hoy, los procesos de externalización atraviesan todos los sectores sin excepción alguna, fruto de la tecnología digital y la robótica. El resultado es una erosión del modelo de trabajo a tiempo completo, en un mismo lugar y para una única empresa. El trabajo se individualiza y aparecen nuevas formas, como los autónomos dependientes, el nomadismo laboral (combinando el empleo “tradicional” con otra actividad), o las plataformas de trabajo que conectan directamente con el consumidor final. El objetivo de las políticas no es tanto flexibilizar un mercado laboral atomizado, sino facilitar la movilidad y proteger a todos los ocupados, independientemente de su estatuto en el empleo.
Por otra parte, la educación ya no es una panacea. La tecnología reduce la demanda de empleos de calificación intermedia, produciendo un fenómeno de polarización que empieza a notarse también en España. Los robots son imbatibles para desarrollar tareas complejas pero automatizables, de modo que la reforma educativa tendrá que promover la adquisición de competencias que complementan a los algoritmos. La polarización también se percibe como una amenaza para las clases medias como refleja la revuelta de chalecos amarillos en Francia. Todo ello contribuye al surgimiento del populismo y del proteccionismo.
En definitiva, el cambio tecnológico, por su carácter disruptivo, plantea la necesidad de una nueva agenda reformista, que potencie la capacidad innovadora y creativa del país, luche contra los oligopolios tecnológicos y facilite el desarrollo de competencias que completen el avance de la robótica. Las reformas pueden guiar el cambio tecnológico hacia la satisfacción de bienes colectivos como la lucha contra el cambio climático y la precariedad. El sistema impositivo, adaptado a una economía basada en empresas localizadas en el territorio nacional, tiene que evolucionar para abarcar el creciente flujo de transacciones digitales y sin fronteras. Para la reforma laboral, el reto es acompañar la movilidad y a la vez evitar la polarización. La tarea es colosal, además España parte con alguna desventaja. Pero recuperaremos el terreno perdido si actuamos con prontitud y perseverancia, adaptando las reformas a la mutación tecnológica.