La Revolución Industrial, que se inició en Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XVIII, es quizás uno de los eventos más decisivos en la historia de la humanidad. La invención (y mejora) de la hiladora mecánica o la máquina de vapor, entre otras muchas innovaciones que se sucedieron desde entonces, han multiplicado nuestros niveles de bienestar a una escala que los contemporáneos no hubieran imaginado. La pregunta del millón es por qué ocurrió en ese lugar y en ese momento determinado.
De acuerdo con la explicación más aceptada hasta ahora, expuesta por Bob Allen aquí (un resumen aquí), Inglaterra disponía de una combinación única de factores que permitieron que saltara la chispa (que vaya por delante que Bob fue mi director de tesis). Así, la ruleta de la geografía le había favorecido ya que disponía de abundantes reservas de carbón fácilmente accesibles. Además, por diversas razones, el coste del dinero y, por tanto, la posibilidad de invertir en tecnología, era también bastante asequible. Pero quizás más importante todavía era que el coste de la mano de obra era relativamente elevado. El éxito del comercio colonial inglés había permitido que Londres se convirtiera en un centro económico extraordinariamente dinámico, lo que presionó los salarios al alza. En resumen, el elevado coste de la mano de obra, en relación al coste de la energía y del capital, incentivó la adopción de nuevas tecnologías que ahorraban en trabajo y por tanto hacían rentable la inversión en innovación.
Esta imagen de Inglaterra como una high wage economy estaba sustentada en las series de precios y salarios que Allen ha estado recopilando durante años y que muestran que, en el siglo XVIII, el trabajador inglés disfrutaba de unas condiciones materiales muy superiores a las del resto del mundo. Como ilustración, el siguiente gráfico compara el poder adquisitivo de los salarios londinenses con los existentes en otras ciudades tanto europeas como asiáticas. Sólo los salarios holandeses se podían equiparar a los que se pagaban al otro lado del Canal de la Mancha.
Otros autores han intentado explicar la singularidad inglesa poniendo el énfasis en otros elementos. Así, Joel Mokyr sostiene que la Ilustración, y el contexto intelectual que promovió, fue clave a la hora de generar unas condiciones culturales que favorecieran la innovación, además de proveer la base científica que permitió que se desarrollaran esas innovaciones (ver aquí o en esta entrevista). Allen considera el argumento de Mokyr como complementario al suyo pero sostiene que la mayoría de los progresos tecnológicos que se realizaron en el siglo XVIII no requerían grandes conocimientos tecnológicos. Además, si la Ilustración hubiera sido tan importante, Allen se pregunta por qué la revolución industrial no se desarrolló por tanto en Francia en lugar de Inglaterra (un resumen de este debate aquí). Hay que indicar que el estudio de las biografías de un amplio número de innovadores ha permitido a Anton Howes aportar más evidencia a favor de la explicación cultural (aquí o aquí).
Sin embargo, el edificio explicativo expuesto por Allen se ha puesto en duda recientemente gracias al trabajo de varios investigadores que curiosamente también están basados en Oxford (Allen está ahora en NYU Abu Dhabi pero desarrolló su teoría estando en Oxford), lo que ha llevado a que este intercambio se conozca como el Oxford Wage Debate. La importancia del debate ha llevado a que conocidos medios como el Financial Times se hicieran eco del mismo, así como suscitar mucho interés en las redes sociales (ver por ejemplo aquí o aquí, además de la excelente entrada de pseudoeramus aquí).
Por un lado, Judy Stephenson ha investigado los contratos de las obras de construcción de los que salen los salarios que Allen ha usado (aquí). Judy argumenta que esos salarios no eran en realidad salarios sino lo que se pagaba a los contratistas y que los trabajadores en realidad recibían salarios en torno a un 20-30 por ciento más bajos. Por otro lado, Jane Humphries ha subrayado que los salarios en los que Allen sustentaba su tesis poco tenían que ver con los que se pagaban en las fábricas textiles cuya mano de obra eran mayoritariamente mujeres y niños (aquí). En otro artículo, la propia Jane Humphries y Ben Schneider han presentado datos de salarios en el sector del hilado manual durante el período previo a la industrialización (aquí). Esta nueva evidencia presenta un sector que emplea una abundante mano de obra, mayoritariamente mujeres y niños en zonas rurales, pero con unos salarios mucho más bajos que los trabajadores londinenses de la construcción (ver el siguiente gráfico que compara ambas series). Estos autores concluyen, por tanto, que los incentivos a la mecanización se deben buscar en otro sitio.
Las réplicas de Allen no se han hecho esperar. Por un lado, aunque reconoce el excelente trabajo de Judy Stephenson, argumenta que sus conclusiones son poco convincentes y que, en cualquier caso, aún suponiendo que hubiera que ajustar los salarios ingleses ligeramente a la baja, esto no tendría ninguna implicación para su tesis ya que éstos seguirían siendo significativamente mayores que los de ningún otro país (aquí). Por otro, ofrece cierta evidencia de la participación de mujeres y niños en la High Wage Economy y reitera de nuevo que su perspectiva es global en el sentido de que, a pesar de la imagen de pobreza que rodea al proletariado inglés de la época, sus niveles de vida eran sin embargo mejores que en el resto del mundo, sin olvidar que la propia mecanización afectó negativamente a amplios segmentos de la clase trabajadora (aquí).
La tesis de Allen no se limita además a innovaciones en el sector textil sino que se aplica a toda la economía desde la metalurgia o la minería hasta la cerámica, entre otros. Su modelo también explica cómo la tecnología se difundió a otros países únicamente cuando los precios relativos de la energía, el trabajo y el capital la hacían rentable. Las pequeñas pero numerosas mejoras en los procesos tuvieron también un papel muy importante en la difusión de la revolución industrial ya que mejoraron significativamente la eficiencia de la tecnología reduciendo el consumo de materias primas que eran relativamente caras en otros lugares (la máquina de vapor, por ejemplo, redujo su consumo de carbón de 45 libras por caballo de potencia a principios del siglo XVIII a sólo 2 a mediados del siglo XIX). En un artículo precioso, Julio Martínez-Galarraga y Marc Prat han explicado que el modelo de Allen también sirve para explicar los orígenes de la industrialización catalana (un resumen aquí).
Es posible por tanto que, aunque los salarios no fueran tan altos como argumenta Allen, la combinación de los tres factores que él subraya (carbón barato, intereses bajos y salarios relativamente altos) todavía favorezca a Inglaterra respecto a otros candidatos como Francia o China. Por lo que sabemos hasta ahora, en lugar de considerar ambas teorías (la de Allen y la cultural de la Ilustración) como excluyentes, deberíamos subrayar sus varios elementos como necesarios, pero no suficientes, para el despegue del crecimiento económico moderno. Mi resumen, sin embargo, no hace justicia a la riqueza de los argumentos que se están exponiendo a uno y otro lado. Quedamos, en cualquier caso, a la espera de futuras contribuciones no sólo de los autores y autoras de los que hemos hablado, sino de otras muchas figuras que están proponiendo otras teorías muy interesantes y que tendremos que dejar para otra entrada (para los inquietos ver por ejemplo aquí, aquí, aquí o aquí). Este debate es un estupendo ejemplo de cómo avanza el conocimiento histórico y de lo fascinante que puede ser el proceso. Y, como no, os lo contaremos aquí en Nada es Gratis.