El próximo mes de septiembre, cuando comience el nuevo curso escolar, la tradicional queja de miles de familias españolas sobre la carestía de los libros de texto puede estar más justificada que nunca. En una resolución reciente, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) ha multado a 34 editoriales de libros de texto no universitarios y a la Asociación Nacional de Editores de Libros y material de Enseñanza (ANELE) por coordinar políticas y condiciones comerciales para restringir la competencia.
Como es habitual, lo interesante de este caso no es solo que parece haber quedado acreditada la existencia de prácticas concertadas en detrimento de los consumidores y del Estado (este por vía ayudas a la compra de libros), ni siquiera la cuantía de la sanción (33,8 millones de euros); sino que el expediente de la Comisión ofrece algunos datos sorprendentes sobre el funcionamiento de un sector en el que la existencia de un “código de buenas prácticas” encubría, en realidad, conductas colusorias.
Tal vez debería discutirse primero si, por sus características de bien cultural, la publicación y distribución de libros debería quedar al margen de las disposiciones del art. 101 del TFUE. De hecho, no se trataría de una demanda reciente: en 1829 los editores londinenses presionaron al gobierno para que se prohibieran los descuentos en la venta de libros, ya que “perjudicaba la respetabilidad del negocio de la cultura” (Hartwick, 1984). Este tipo de restricción vertical, conocida como mantenimiento del precio de reventa, fue común en Europa hasta hace unos años y la legislación española, por ejemplo, la justificaba señalando que “la uniformidad en los precios [entre vendedores] favorece una oferta editorial culturalmente plural, heterogénea y rica (…), garantizando un marco de distribución estable y duradero” (RD2828/1979).
Aunque (y principalmente por iniciativa de Francia) “l'exception culturelle” sigue presente hoy en día en la industria audiovisual europea, no parecen persistir en el sector editorial suficientes razones económicas que justifiquen una protección excesiva. Las limitaciones sobre los precios de los libros fueron eliminándose progresivamente en nuestro país (especialmente a raíz de un demoledor informe del entonces Tribunal de Defensa de la Competencia, en 1997), configurándose el actual marco sectorial que, en principio, favorecería la libre competencia entre las editoriales, y entre las librerías. En 2010, Jiménez y Campos analizaron la estructura del sector y observaron que, en el caso particular de los libros de texto no universitario, existían algunos elementos preocupantes cuya corrección era necesaria para que los potenciales beneficios de la liberalización pudieran manifestarse en su totalidad.
¿Cómo (sigue funcionando) el mercado de los libros de texto no univesitarios en España?
La resolución de la CNMC muestra que el mercado de los libros de texto no universitarios en España se estructura a partir de un entramado de relaciones definidas entre cuatro agentes principales. En primer lugar, los colegios e institutos, quienes seleccionan, antes de la finalización de cada año académico, el material didáctico que se utilizará el curso siguiente para cada una de las enseñanzas impartidas. No se trata de una decisión baladí y, aunque se supone que se adopta siguiendo criterios profesionales, los mecanismos de decisión no siempre son transparentes, ya que existen ofertas diferentes en relación a los contenidos pedagógicos que deben ser cubiertos siguiendo las correspondientes directrices de las autoridades educativas. En segundo lugar, están las familias quienes, a pesar de ser los consumidores finales en este mercado, se ven privadas en realidad de su derecho más básico: la posibilidad de elegir el producto; únicamente pueden, en el mejor de los casos, optar entre distintos vendedores (generalmente, librerías o grandes superficies) que actúan como simples intermediarios en una relación vertical clásica donde el papel de productor lo asumen las editoriales.
Aunque exista competencia entre vendedores, las editoriales retienen todavía un elevado poder en el mercado de los libros de texto en España, no solo por la naturaleza monopolista del producto (una vez que el centro ha decidido), sino porque las barreras a la entrada (el efecto de la reputación es muy importante) y los elevados costes de producción (las diferencias regionales de contenidos minimizan la explotación de posibles economías de escala) limitan el número de competidores. El reciente informe sobre El sector del libro en España confirma que la mayoría de las ventas del sector – casi 860 millones de euros en 2016 – se concentraron en seis grandes grupos editoriales. Ello a pesar de que en el curso 2017, el número potencial de consumidores cautivos superaba los ocho millones de alumnos en educación primaria y secundaria obligatoria, si bien la cifra real de compradores fue mucho menor debido a la existencia de algunas medidas de salvaguarda para las familias como la gratuidad de libros o el mantenimiento de contenidos durante varios cursos (cuatro, concretamente) con el fin de incrementar la competencia de los mercados de segunda mano (combatida por las editoriales a través de nuevas ediciones u otras prácticas, como se ilustra aquí o aquí).
Un solo código para controlarlos a todos
A partir de la estructura descrita y, de acuerdo con la investigación realizada por la CNMC, resulta evidente que las editoriales tenían incentivos para que, en el único elemento del sector en el que todavía podía existir cierto grado de competencia, esta se realizara “de una manera ordenada”. Así, en abril de 2012, las principales editoriales de libros de texto integradas en ANELE idearon un código de conducta al que “voluntariamente” se adscribieron una mayoría de asociados. En dicho código no solo se proporcionaban indicaciones de las “buenas prácticas del sector”, tal como resultaría razonable, sino que se prohibía a los firmantes seguir realizando determinadas políticas comerciales (regalo de ejemplares, descuentos específicos, donaciones pecuniarias o materiales, cursos de formación, etc.) que pudieran condicionar la decisión de los centros educativos. Aunque el objetivo externo, según las empresas, era evitar “prácticas poco éticas”, estas acreditaron en el amplio intercambio de información sensible entre ellas (a través de las reuniones y varios emails), que los costes asociados a la promoción comercial tenían un impacto relevante sobre sus cifras de resultados y debían reducirlos.
El acuerdo funcionó hasta 2016. Ese año, la editorial Vicens-Vives denunció a ANELE por prácticas restrictivas tipificadas en el artículo 1 de la Ley 15/2007, señalando que el código de conducta era, efectivamente, un mecanismo ideado para coordinar las acciones comerciales de todas las editoriales con el fin explícito de reducir la competencia, algo que además se extendía a la existencia de otros acuerdos sobre la venta de libros en soporte digital (acordando un precio por licencia de 10€).
El expediente instruido por la CNMC en relación a esta denuncia constató, a través de numerosa documentación interna, que el código de conducta no tenía un mero carácter orientativo, sino que llevaba asociado una serie de instrumentos para la supervisión y seguimiento de las recomendaciones, la resolución de posibles conflictos, e incluso para sancionar monetariamente su incumplimiento. Su efectividad anticompetitiva tampoco fue puesta en duda, ya que los precios de los libros de texto no universitario siguieron en aumento durante el periodo que duró el acuerdo (a pesar de las reducciones evidentes en gastos comerciales).
Sin prejuzgar el resultado final de este caso, tras los correspondientes recursos judiciales anunciados por los afectados, resulta interesante constatar una vez más los difíciles caminos por los que se mueve la competencia en España. Unos caminos que, en última instancia, dependen de la conducta de las empresas que participan en cada mercado, para las cuales la frontera entre la “recomendación” y la “práctica concertada” sigue siendo muy difusa.