La Inspección de Trabajo está bajo mínimos. Los problemas se agolpan y escasean los medios. La solución que se ha puesto es privatizar servicios. Los sindicatos protestan.
Imagínese un país en el que cada año (2019) se firmaran más de 22,5 millones de contratos laborales. Por encima, incluso, del número de ocupados (19,7 millones en media anual durante ese ejercicio). Es decir, 61.463 contratos al día teniendo en cuenta fines de semana y festivos. O, lo que es lo mismo, 2.564 contratos cada 60 minutos contando las 24 horas del día.
Suponga también que, en ese país imaginario, la legislación laboral fuera una auténtica jungla en la que conviven decenas de modalidades de contratación (más de 40). Y que, además, su mercado laboral tuviera una singularidad: el 41% de los asalariados tiene un contrato temporal o a tiempo parcial, modalidad que exige el cumplimiento estricto de la jornada laboral.
No solo eso. Cierre los ojos e imagine, igualmente, que ese mismo territorio con forma de piel de toro contara, además, con un enorme tejido productivo debido al escaso tamaño de sus empresas, más del 90% micropymes. En total, más de 1,34 millones están dadas de alta en la Seguridad Social.
Es más, supongamos que ese país imaginario fuera un vergel para el florecimiento de trabajadores autónomos, muchos de ellos en realidad asalariados. Hasta el punto de que se trata de una de las naciones con más trabajadores por cuenta propia del mundo: un 16,5% de la fuerza laboral (un 50% más que Alemania)., mucha en situación de ilegalidad (la Inspección ha aflorado 18.551 falsos autónomos).
Imagínese, también, que ese país recibe cada año a decenas de miles de inmigrantes temporales para trabajar en determinadas épocas en tareas agrícolas. En concreto, 114.481 autorizaciones el año pasado, aunque en tiempos del 'boom' inmobiliario se superaran claramente las 300.000.
Para colmo, suponga que ese país, como el resto del planeta, estuviera asolado por una pandemia que ha obligado a los poderes públicos a actuar con contundencia poniendo en marcha determinadas políticas sociales, como los expedientes de suspensión de empleo (ERTE), que, necesariamente, pasan por los servicios públicos, y que, por lo tanto, exigen una labor de inspección. O que el Gobierno, que es una máquina de producir reales decretos, aprueba en plena pandemia el control de la igualdad salarial en las empresas entre hombres y mujeres o el teletrabajo, que también exige vigilancia por parte de la Inspección.
Romper las tradiciones
Para más inri, en paralelo, en ese país, y como en tanto otros, se registra una auténtica proliferación de plataformas digitales que en realidad son empresas de transportes, como han dicho muchos tribunales, y que amenazan con romper las tradicionales relaciones laborales, convirtiendo el mercado de trabajo en una cuestión puramente mercantil a través de los falsos autónomos, una figura que va mucho más allá de los ‘riders’.
Es decir, liquidando el carácter tuitivo del derecho del trabajo, que tiende a proteger la relación más vulnerable del contrato laboral, que es el trabajador. Precisamente, en unos momentos en que hay una explosión de teletrabajo, cuyo control de legalidad es más complejo que el presencial. Y en medio de una formidable crisis económica que hace que los impagos de salarios se hayan disparado.
Y ahora, por último, piense con cuántos inspectores de trabajo debería contar la Administración de ese país imaginario para gestionar tan vasto movimiento laboral y evitar fraudes tanto en la contratación como en las condiciones de trabajo o, simplemente, en el cumplimiento de las normas laborales: ¿30.000?, ¿40.000? O incluso más.
Ese país, como es obvio, se llama España, y en 2018, último año con memoria publicada, contaba con 1.866 funcionarios dedicados a la Inspección de Trabajo, de los cuales 965 son inspectores y el resto subinspectores. Es decir, cada funcionario toca a 12.057 contratos.
Empleo sumergido
Es evidente que hoy, gracias a la tecnología, es posible detectar mucho fraude en la contratación cruzando información, pero hay pocas dudas de que la plantilla, que además debe visitar los tajos para observar que se cumplen las normas de prevención de riesgos laborales, es algo más que escasa para evitar irregularidades en un hábitat laboral extraordinariamente complejo como el español, lo que explica la elevada litigiosidad. Tan solo en 2018, se presentaron 101.968 denuncias admitidas a trámite por la Inspección.
A la vista de ello, alguien podría imaginar que lo lógico hubiera sido que las autoridades hubieran optado desde hace años por aumentar el número de funcionarios. Entre otras cosas, como ocurre con Hacienda, porque un buen trabajo de la Inspección eleva la recaudación vía sanciones o aflora empleo sumergido (117.379 en 2018), lo que al final también redunda en los ingresos. Pero tampoco.
La plantilla de la Inspección de Trabajo es hoy exactamente la misma que hace una década, aunque con una diferencia. Si en 2010 se firmaron 14,4 millones de contratos, el pasado año, como se ha dicho, las oficinas del servicio público de empleo sellaron más de 22,5 millones, lo que revela hasta qué punto se ha ido precarizando el mercado de trabajo.
¿Qué es lo que han hecho el anterior Gobierno y el actual? Pues externalizar una parte del servicio contratando a la consultora Accenture —aquí está el pliego de condiciones— para que no solo ayude en las labores de inspección, como ha publicado este periódico, lo que ha levantado las iras de los representantes de los inspectores, sino, también, para hacer labores de “organización y gestión” en la lucha contra el fraude.
La privatización de un servicio público
Es decir, se externaliza un servicio porque no hay medios, lo que en palabras de Ana Ercoreca, presidenta del Sindicato de Inspectores de Trabajo y Seguridad Social, supone ir más allá que en el anterior contrato, firmado en 2014, cuando era una mera labor informativa. Ahora, por el contrario, la consultora, sostiene Ercoreca, “diseñará las estrategias de lucha contra el fraude”, lo que supone, en última instancia, la privatización de un servicio público.
Esta es la realidad de una Inspección superada por falta de medios, pero también, como asegura un veterano inspector ya jubilado, por el modelo organizativo, que no responde a las necesidades de ese país.
En particular, porque el sistema de productividad está viciado en origen, ya que obliga a los funcionarios a realizar determinadas actuaciones solo para cumplir los requisitos a que obliga Hacienda, que es quien paga (la productividad puede suponer más del 20% del salario). ¿Las consecuencias? Una enorme burocracia que merma la efectividad de la lucha contra el fraude.
Se ha institucionalizado un sistema que deja inertes a los inspectores, que deben cumplir órdenes en aras de alcanzar objetivos de productividad
Y lo que no es menos relevante, se ha institucionalizado un sistema que deja inertes a los inspectores, que deben cumplir las órdenes de servicio en aras de alcanzar determinados objetivos de productividad.
La presidenta del sindicato de inspectores va más allá y considera que el problema es estructural. Viene de lejos. En los años ochenta, ser inspector de Hacienda o de Trabajo era equivalente, pero hoy los segundos se han quedado en la estacada, no solo en su nivel de entrada a la Administración (un 26), cuando los que ingresan en el fisco lo hacen con un 28. Muchas plazas se quedan sin cubrir y los administrativos marchan a otros departamentos porque su retribución es mayor. Y todo en medio de un caos en la estructura administrativa que diseñó este Gobierno, que hace que los inspectores dependan orgánicamente de Trabajo, pero funcionalmente de Seguridad Social. Malos tiempos para ser inspector.